Pronto te mudaste a Madrid. Allí convivimos durante dos años.
Al principio me resultaba extraño relacionarme contigo, ya que no estaba acostumbrada a tratar con nadie de tu especie.
Posteriormente, en tu madurez, regresaste al pueblo y te fuiste a vivir con mi abuela. Qué agradecida estoy por la compañía que le hacías, por lo útil que le hacías sentir.
Tengo muchos y muy buenos recuerdos de la etapa en que compartíamos casa: cuando nada más abrir la puerta de mi coche, te metías dentro de él y me era imposible bajarte; cuando me veías lejos de casa y te quedabas mirándome con cara de “¿adónde vas?”; la cara que ponías cuando después de escaparte te encontrabas la puerta cerrada; cómo me entendías cuando te indicaba por gestos que entraras por la otra puerta; cuando Alberto y yo jugábamos, nos quitabas la pelota y te cabreabas si intentábamos quitártela; lo relajadita que te quedabas cuando te acariciaba detrás de las orejas; cómo te “revolucionabas” cuando te dábamos juego…
Eras una “gallito”, como dirían. No te importaba enfrentarte con otros más grandes y fuertes que tú. Todos los vecinos y vecinas “flipaban” contigo, a pesar de que ellos tenían perros de pedigrí.
Hace un tiempo, te perdimos trágicamente. Tu desaparición nos llenó de tristeza, sobre todo porque volviste a superar, una vez más, una grave operación y aún te quedaban unos años de vida feliz. Ninguno de nosotros pensó que te podríamos echar tanto de menos. No sabíamos que eras tan importante en nuestras vidas.